sábado, 14 de enero de 2017

Mataderos, mi abuela y la toma del frigorífico

Mataderos, mi abuela y la toma del frigorífico

Reflexiones en torno al carácter singular de un barrio donde tienden a fundirse la ciudad y el campo.

Por Ariel Hendler
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Cuando los Croquiseros Urbanos me invitaron, hace unos pocos años, a hablar en la inauguración de su muestra de croquis hechos en Mataderos, mi primera reacción fue pensar que se equivocaron, que debía ser un error, porque yo no soy croquisero ni pertenezco a este barrio. La que sí vivió en Mataderos fue mi madre, y también sus padres, mientras que yo apenas iba un fin de semana por mes a visitar a mis abuelos hasta más o menos mis once o doce años
Sin embargo, el día que los Croquiseros se citaron en ese barrio fui y la llevé a mi mamá, a quien todos escucharon fascinados contar sus historias de la infancia.


Mi relación con Mataderos es más bien de exterioridad, o mejor dicho desde un borde, en varios sentidos. En primer lugar, porque la casa de mis abuelos maternos, una típica casa chorizo, estaba ubicada en un borde del barrio: en la calle Miralla y a una cuadra de la avenida Emilio Castro, casi en el límite con Liniers. No sólo eso, sino que también quedaba más cerca del Parque Avellaneda que de la zona del Mercado de Hacienda y el Monumento al Resero. Por eso jamás conocí esa zona de recovas y olor a ganado: las únicas cuadras que conocí del barrio fueron las cuatro o cinco de Miralla entre Emilio Castro y Juan B. Alberdi.

De hecho, Mataderos podría haber sido para mí cualquier otro barrio más o menos alejado del centro, un barrio igual a todos y sin señas particulares, el arquetipo porteño del barrio periférico: algo así como un no-lugar al revés. Ir hasta allí desde el departamento donde vivíamos, en Belgrano, era un verdadero viaje, tanto en el espacio como en el tiempo. Otra ciudad, otra época, otra vida. Recuerdo subir a la terraza y mirar fascinado el paisaje interminable de terrazas alrededor, liso y cuadriculado como un tablero de ajedrez, sin protuberancias edilicias a la vista.



Espero no caer en demasiados lugares comunes, pero la verdad es que la puerta de calle estaba siempre abierta. Lo primero que hacía mi abuela cada mañana era ir a abrirla y trabarla contra la pared. ¿Cómo explicar esta costumbre de tenerla abierta, si gracias al patio no había necesidad de aire fresco ni luz solar? Es que lo raro hubiese sido lo contrario: cerrarse a la vida colectiva, sacar patente de mala onda, de mal vecino. Había, es cierto, una puerta cancel que podía estar cerrada, pero no hubiese hecho retroceder a ningún intruso.

Mi abuelo tenía su taller textil al lado, comunicado con el patio de la casa; así que apenas bajaba la persiana cada tarde, toda la familia se sentaba en el zaguán a tomar mate, y lo mismo hacían todos los vecinos de la cuadra. No conversaban a distancia ni alzaban la voz; a lo sumo se saludaban, de modo que las tardes no era un griterío ni un jolgorio sino un momento de paz. Para conversar estaba la esquina del almacén en Miralla y Zequeira, donde se formaban corrillos permanentemente, y donde también se juntaba la muchachada.

También se jugaba al fútbol los fines de semana en esa esquina, en medio de la calle. Los que jugaban tendrían 20 años promedio y lo hacían en ropa de vestir, con pantalón largo, como si el partido se hubiera improvisado en el momento sin dar tiempo para ir a cambiase, aunque en realidad era un rito ineludible. Cuando veían venir un patrullero a una distancia de dos o tres cuadras, bien visible porque no circulaba ningún otro vehículo, el partido se interrumpía y todos los jugadores se sentaban en la vereda, apoyados contra alguna pared, hasta que la patrulla pasaba y se alejaba. Era parte del ritual.


Esto me hace pensar que ese barrio de casas bajas, con esa traza ortogonal perfecta, funcionaba casi como un panóptico de múltiples entradas en el que todos podían ver todo y nada escapaba a la mirada de nadie. Todo era transparente, y el hábito de tener la puerta abierta simplemente continuaba esta visibilidad absoluta hacia el interior de las manzanas. Lo contrario de la vida abigarrada y anónima del Centro: su opuesto perfecto.


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Según Margarita Gutman y Jorge Ferrari Hardoy (Buenos Aires 1536-2006), todos estos barrios, parecidos entre sí, se conformaron entre las décadas de 1880 y 1910 para dar lugar a la inmigración europea, mientras al mismo tiempo el Centro reforzaba sus funciones representativas a nivel urbano y nacional. El joven Juan José Sebreli, a su vez,  en su clásico Buenos Aires, vida cotidiana y alienación, agrega que surgieron alrededor de los establecimientos industriales.

Sin embargo, Sebreli agrega que, paradójicamente, estos reductos obreros nacidos para proveer mano de obra al pujante capitalismo fabril eran en sí mismos unas islas de atraso enquistadas en el seno de la sociedad moderna; un microclima en el que predominaba un tipo de mentalidad primitiva, tradicional, mágica y supersticiosa, oriunda de las migraciones internas, y opuesta al mundo racional, mecanizado e impersonal de la fábrica y la vida urbana.

Veamos un ejemplo. Una vez, mi abuela se alarmó al verme salir por la ventana de su casa y saltar desde el alfeizar a la vereda. Era algo que yo no jamás hubiese podido hacer en mi casa, un piso once de Belgrano. Me dijo, alarmada, que tenía miedo. Me explicó que los chicos que hacen eso, salir por la ventana, no crecen y se quedan enanos. Para contrarrestar el maleficio, entonces, me hizo volver a entrar de la misma forma, desandar lo andado, y entonces se quedó tranquila.



¿De dónde venía esa superchería, y muchas otras similares? ¿Del campo, a través de las migraciones internas? ¿De Polonia, su país de origen? ¿O era autóctona de Mataderos y se transmitía en los corrillos del almacén de la esquina? Imposible saberlo, pero creo que el caso de Mataderos, en este punto, es excepcional por ser el barrio porteño fronterizo donde, quizás más que en ningún otro, convivían y conviven aún la ciudad y el campo, el mundo urbano y el rural, el ratón de campo y el ratón de ciudad de la fábula de Esopo.

Ciertamente, en Mataderos se mezclaron el proletariado y la pequeña burguesía con los reseros y peones rurales con su indumentaria de gauchos; cada grupo con sus distintas culturas, tradiciones y creencias. Esto fue así por su situación geográfica de borde urbano, esa frontera donde coexistían el Mercado de Hacienda con las industrias derivadas de la actividad ganadera, como frigoríficos y fábricas de embutidos, donde los animales vivos pasaban de las manos de los peones rurales a las del nuevo proletariado industrial que los reducía a la condición de fiambre o chorizo.

Mi madre, perito mercantil en un barrio que no tenía escuela secundaria (había que ir a Flores o Ramos Mejía), trabajó en el área administrativa de La Foresta, una gran empresa de encurtidos frente al Monumento al Resero. Es decir que el barrio funcionaba, de algún modo, como una unidad productiva y residencial autosuficiente que daba trabajo a sus habitantes en todos los rubros, como un falansterio o un kibutz. Con la diferencia de que entre sus miembros no existía el lazo de consentimiento propio de una comunidad creada a conciencia, sino que reinaban la coerción de la necesidad y la lucha despiadada por la supervivencia. 

Aunque, eso sí, con la válvula de escape de las mateadas compartidas en los zaguanes después de cada jornada laboral.


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Por esta condición de borde geográfico en el que coexistieron históricamente dos universos: el rural y el urbano industrial, Mataderos fue un escenario privilegiado para el proceso de la modernidad. Allí se pudo apreciar cómo, para insertarse en los mercados mundiales y sobrevivir bajo sus reglas, el capitalismo, el maquinismo o el taylorismo tendían a convertir a las personas en eslabones de una cadena con un trabajo monótono, impersonal y alienante.


La operación del progreso, vista así, consiste en suprimir en la mano de obra todo rasgo de particularidad ligada al viejo trabajo artesanal, así como toda marca individual, folclórica, regional o histórica tanto en el proceso como en el producto final. Lo que se cultiva allí es el trabajo universal que es también trabajo abstracto; la fuerza de trabajo entendida como un puro valor de cambio, una mercancía cuyo precio sube y baja de acuerdo a las leyes del mercado, igual que la cotización de las acciones en la Bolsa. La racionalidad de la economía política con sus variables convertibles entre sí que interactúan en un campo homogéneo: ¿Cuánto bajan las acciones del frigorífico si sube el costo de la mano de obra, o al revés?

Sin embargo, también tenemos ahí nomás, enfrente, el mundo rural del Mercado de Hacienda con sus peones rurales que traían sus habilidades y saberes preindustriales; esos gauchos apenas urbanizados con sus atuendos y sus habilidades hípicas, como las carreras de sortijas. Y unas cuadras más allá, las viviendas de los obreros y empleados: ese barrio de las puertas abiertas, del mate en el zaguán y los chicos que no van a crecer si se salen a la vereda por la ventana. De toda esa mezcla surgió, tal vez, el carácter particular y único de Mataderos.

La pregunta, entonces, es si estas dos vertientes que hacen a la particularidad del barrio entraron en conflicto o convivieron en armonía.  Para intentar responder esto tenemos un episodio excepcional como lo fue la toma del frigorífico Lisandro de la Torre, en enero de 1959.

A mediados de ese mes, el gobierno de Arturo Frondizi había sancionado por ley la privatización del frigorífico municipal Lisandro de la Torre, en Mataderos, nacionalizado por Perón la década anterior. Por su volumen de actividad, ese establecimiento no sólo era altamente rentable para la ciudad de Buenos Aires sino también una herramienta única para regular los precios de la carne en todo el país. Y una enorme fuente de trabajo para el barrio. Por todo eso, apenas conocieron la decisión gubernamental, sus nueve mil empleados ocuparon la planta y declararon una huelga contra la “entrega” del frigorífico.



Lo notable es que la toma del establecimiento fue apoyada por los vecinos de Mataderos, precisamente porque el barrio funcionaba como una unidad productiva-residencial, y por lo tanto no había una sola cuadra donde alguien no trabajara de modo directo o indirecto para la industria de la carne. Es decir, era una estructura en la que no se podía mover una pieza sin que afectara a todo el resto. 
Pero, dos días después, la Policía, la Gendarmería y el Ejército, en un operativo que incluyó tropas de infantería y tanques, ingresaron por la fuerza al frigorífico para desalojar a los huelguistas y garantizar su venta.

Aunque la insurrección fue aplastada, el barrio de Mataderos se había erigido en un emblema combativo. O de la "resistencia peronista", según la versión más difundida; pero, más en general, fue la lucha del territorio y sus habitantes contra la lógica del trabajo universal abstracto y la desterritorialización. Una lucha que quizás continúa aún hoy.

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