¿La inseguridad
urbana, es tema de la arquitectura?
Martín Marcos. Arquitecto
y urbanista. Profesor Titular FADU UBA. para ArquiNoticias / ArquiCiudad
¿Es posible aportar
desde otra mirada disciplinar a un problema tan complejo y urgente? ¿Un buen
espacio público puede inducir comportamientos sociales y hacer más segura una
ciudad? Algunos sostienen que reparar rápido las “ventanas rotas” y volver a
pensar la calle son la mejor política preventiva.
En 1969 Philip Zimbardo, profesor de la Universidad de
Stanford, realizo un experimento en el marco de sus investigaciones sobre
psicología social. Estacionó un automóvil sin patente con el capot levantado en
una calle del descuidado Bronx de Nueva York; y otro similar en una calle del
rico barrio de Palo Alto, California. El automóvil del Bronx fue atacado en
menos de diez minutos. Su aparente
estado de abandono habilitó el saqueo. El automóvil de Palo Alto no fue tocado
por más de una semana. Luego Zimbardo dio un paso más, rompió una ventana con
un martillo. De inmediato los transeúntes comenzaron a llevarse cosas. En pocas
horas, el auto había sido totalmente deteriorado. En ambos casos muchos de los
saqueadores no parecían ser gente peligrosa. La experiencia, que
derribó más de un prejuicio, habilitó que los profesores de Harvard George Kelling
y James Wilson desarrollaran en 1982 la Teoría de las Ventanas Rotas: “Si una ventana rota se deja sin reparar, la
gente sacará la conclusión que a nadie le importa y que el lugar no tiene quien
lo cuide. Pronto se romperán más ventanas, y la sensación de descontrol se
contagiará del edificio a la calle, enviando la señal de que todo vale y que
allí no hay autoridad”.
A
raíz de ello Kelling fue contratado –mucho antes de Rudolph Giuliani y sus
controvertidas políticas de “tolerancia cero”– como asesor del subte de Nueva
York, donde reinaban la inseguridad y el delito. Su primer desafío fue
convencer al progresista alcalde de la ciudad, el demócrata Ed Koch, que la
solución no era poner más policía y hacer más arrestos, como la mayoría
reclamaba, sino limpiar e impedir sistemáticamente los graffitis en los vagones,
hacer que todo el mundo pague su boleto, y erradicar el vagabundeo en el subte.
Pese a la lluvia de críticas, la transformación del Metro de Nueva York comenzó
mediante símbolos y detalles concretos, pero muy visibles, que restablecían el
orden y la autoridad. Hasta el afamado diseñador
Massimo Vignelli,
autor de la señalización, resolvió invertir los
colores de sus carteles a tipografía blanca sobre fondo
negro para desalentar a los graffiteros. Hoy es un modelo de espacio público seguro y
eficiente; y un emblema que los neoyorquinos no están dispuestos a volver a
poner en riesgo.
La
idea es sencilla pero poderosa: Las malas costumbres se contagian rápido; pero
las buenas, con esfuerzo y continuidad, pueden desplazarlas. ¿Cuantas cosas a nuestro
alrededor están en estado crítico por nuestra indiferencia ante el primer
síntoma de que algo no estaba bien? ¿Cuántas ventanas rotas vemos por día? Se trata de marcar los límites y evidenciar malas prácticas
y hábitos con estrategias situacionales y preventivas que involucren tanto a
las autoridades como a la comunidad en una resolución participativa de los
problemas. Pero también reivindicar el rol del Estado en la regulación y
control de un ámbito donde siempre debe privilegiarse el interés general por
sobre cualquier apropiación particular –pequeña o grande- por mas justificada
que sea. A diferencia de lo que muchos sostienen desde una errónea perspectiva
libertaria, la convivencia democrática en el espacio público exige restringir
la libertad individual para maximizar su buen uso y el disfrute colectivo.
Algunas de las ciudades más exitosas en esta
materia han salido de sus espirales de deterioro conjugado la planificación
proactiva con alta calidad de diseño, materiales y construcción; sumado a la instalación de una cultura de la
higiene urbana y el mantenimiento constante; o como le gusta decir al
ex-alcalde de Curitiba, Jaime Lerner: “Obsesión por la acupuntura urbana”.
Una de las primeras en señalar estas
cuestiones fue Jane Jacobs, famosa y polémica militante por los derechos
civiles en Nueva York. Inicialmente ridiculizada por los tecnócratas del
urbanismo moderno, hoy es reivindicada y citada hasta por el propio presidente
Obama. En su libro “Muerte y vida de las grandes ciudades” (1962) va a rescatar
las ricas preexistencias de la ciudad multifuncional, compacta y densa donde la
calle, el barrio y la comunidad son vitales en la cultura urbana. “Mantener la seguridad de la ciudad es tarea
principal de las calles y las veredas”. Para ella una calle segura es la que propone una clara
delimitación entre el espacio público y el privado, con gente y movimiento constantes,
manzanas no muy grandes que generen numerosas esquinas y cruces de calles; donde
los edificios miren hacia la acera para que muchos ojos la custodien.
Como plantea la ONU: “El futuro de la humanidad y del planeta depende de tener
mejores ciudades”. Sabemos que replegarnos al espacio privado, o huir al
insustentable urbanismo difuso de las periferias no es solución y agrava el
problema. Nuestra “calidad de vida” no puede depender de ghettos custodiados
por murallas, alarmas y ejércitos privados. Por eso reducir la inseguridad y
los niveles de temor es tan prioritario como hacerlas más eficientes,
integradas y creativas.
Debemos volver a mirar el espacio público como el
corazón de la vida moderna; su diseño, su uso, su gestión y nuevas funciones. Invertir
nuestra habitual lógica proyectual y definir los sólidos solo a partir de una
clara toma de partido sobre que vacíos queremos. Desde allí repensar la calle,
la plaza, el parque; el arbolado y el paisaje urbano, aquello que nos permite
construir identidad y experimentar el encuentro, el intercambio y la
diferencia. “Un sitio se hace lugar solo cuando nos apropiamos culturalmente de
él”, diría Heidegger.
Recientes investigaciones
demuestran que estas correspondencias entre diseño urbano, comunidad y espacio
público son complementos ideales para la implementación de una política de
seguridad consistente. Bill Hillier, Profesor de la Universidad de Londres,
desde su Laboratorio de Sintaxis Espacial investiga y mapea los flujos entre
delito, lugares y población. Millones de datos relevados y años de análisis le
han permitido concluir, igual que Jacobs, que la ciudad compacta y densa es más
segura que los barrios residenciales de baja densidad. Las zonas especializadas
o mono-funcionales con poca presencia de viviendas -que pierden vitalidad y
peatones a cierta hora- tampoco son recomendables. La calle vuelve a ser clave
y recomienda anchos acotados -no sobredimensionarla- y tejido compacto mediante
edificios que conformen una grilla con buena densidad poblacional. Las torres
exentas con rejas o paredones hacia la calle y los shoppings endogámicos que se
aíslan del espacio público, no ayudan. Lo ideal: Manzanas con comercios en
planta baja y edificios de departamentos
en los pisos superiores, conformando calles y barrios animados y heterogéneos
que mezclen distintos tipos de gente y actividades; desde educativas,
culturales, e institucionales, hasta comerciales, turísticas y productivas
ambientalmente compatibles.
La problemática de la
seguridad debe ser parte de la normativa urbanística y de los retos iniciales
del proyecto, la arquitectura y la obra pública. Las angustias e
imposibilidades actuales nos desafían a exigir e innovar desde otras lógicas,
con mayor participación y menos especulación. Tal vez, los próximos concursos y
debates urbanos en Buenos Aires, entorno a la urbanización de importantes
tierras públicas desafectadas del uso ferroviario en los barrios de Palermo,
Caballito y Liniers, sean buenas oportunidades para que nuestra disciplina y
colectivo profesional propongan teniendo en cuenta estas cuestiones.
Habrá que
evitar, desde la madurez y la responsabilidad, lo que Luis Fernández Galiano
denomina “arquitectura urbicida”, aquella que responde más al ego y/o a una
oportunidad de negocio que a hacer mejor ciudad. Ojalá!
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